domingo, 25 de enero de 2015

La obra del Espíritu en la carne


Si, pues, hemos de decir verdad, la carne no posee, sino que es poseída; como dice el Señor: «Dichosos los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia» (Mt 5,4): en el Reino se posee en herencia la tierra, a la que pertenece también la carne. Por eso quiere que nuestra carne sea templo puro, para que el Espíritu de Dios se deleite en él, como el esposo en la esposa. Pues así como la esposa no puede desposar al esposo, pero sí puede ser desposada por el esposo cuando éste viniere a acogerla, de modo semejante esta carne por sí misma, o sea ella sola, no puede poseer en herencia el Reino de Dios. Pues el que vive recibe en herencia las cosas que eran del que ha muerto; y una cosa es el que posee en herencia, y otra la que es poseída en herencia: el primero domina y dispone y gobierna lo que posee en herencia, a la manera como quiere; en cambio, las cosas poseídas están sujetas, obedecen y están subordinadas a aquél, y existen bajo el dominio del que las posee.

¿Y qué es lo que vive?  El Espíritu de Dios. ¿Y cuáles son las cosas que pertenecen al que ha muerto? Los miembros del hombre, que se corrompen en la tierra. Estos son los que son poseídos por el Espíritu, el cual los traslada al Reino de los cielos. Por esto también Cristo murió, como un testamento del Evangelio, abierto y leído por todo el mundo, para ante todo liberar a sus siervos; y para en seguida hacerlos herederos de todo lo que es suyo, siendo el Espíritu el que todo lo posee, como antes demostramos. Pues el que vive es quien posee la herencia, y la carne es lo que él adquiere en herencia. Y para que no perdamos la vida perdiendo al Espíritu que nos posee, el Apóstol nos exhorta a participar del Espíritu, por medio de la doctrina que arriba hemos expuesto, diciendo: «La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios» (1 Cor 15,50). Como si dijese: No erréis; pues a menos que el Verbo de Dios habite en vosotros, y en vosotros esté el Espíritu del Padre, os comportaréis en vano y a la ventura, viviendo sólo según la carne y la sangre, y así no podréis poseer el Reino de Dios.

para que nosotros, dando gusto a la carne, no vayamos a rechazar injertarnos en el Espíritu, esto escribe: «Tú, que eres un olivo silvestre, has sido injertado en un olivo fértil para hacerte participar de sus abundantes frutos» (Rom 11,17.24). Pero si un olivo agreste, después de ser injertado, siguiese siendo agreste, «será cortado y echado al fuego» (Mt 7,19); en cambio si continúa injertado y se convierte en un buen olivo, se transforma en un árbol lleno de frutos, como los plantados en el huerto de un rey. De modo semejante los hombres, si por la fe se vuelven mejores y acogen el Espíritu de Dios, germinan como espirituales, como si hubiesen sido plantados en el paraíso (Ez 31,8). En cambio, si rechazan al Espíritu y perseveran en lo que eran antes, buscando más la carne que el Espíritu, entonces justamente se les aplica aquello: «La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios» (1 Cor 15,50); como quien dice, el olivo silvestre no será llevado al paraíso de Dios. Así pues, admirablemente expone el Apóstol nuestra naturaleza y la Economía universal de Dios, en su discurso acerca de la carne, la sangre y el olivo silvestre.

Cuando un olivo silvestre está descuidado, abandonado durante algún tiempo en tierra desierta, de modo que produce frutos agrestes según su naturaleza, una vez que se tiene cuidado de él y se le injerta en su naturaleza primitiva, vuelve a dar fruto. Así también los seres humanos que se han descuidado y han servido a las pasiones de la carne, dan frutos agrestes y por ello se les tiene por infructuosos, pues no producen frutos de justicia -porque, mientras los hombres duermen, el enemigo siembra cizaña (Mt 13,25), y por eso el Señor mandó a sus discípulos que vigilasen (Mt 24,42; 25,13)-. De igual modo, quienes no producen frutos de justicia, sino que viven prisioneros de sus sentidos, si despiertan y reciben al Verbo de Dios como un injerto, retornan a su naturaleza primera, como fueron hechos a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26).

Así como el olivo silvestre, cuando se le injerta, no pierde la substancia de su madera, sino que cambia la calidad de sus frutos y recibe otro nombre, pues ya no es olivo silvestre sino que se convierte y es olivo fértil; de modo semejante, el hombre que, injertado por la fe, recibe el Espíritu de Dios, no pierde la substancia de la carne; sin embargo, cambia la calidad del fruto de sus obras, y recibe otro nombre, para significar ese cambio en algo mejor: ya no es carne y sangre, sino que se le llama y es un hombre espiritual. Pero, así como el olivo silvestre, si no se le injerta, sigue siendo inútil para su Señor por su calidad salvaje, y «se le corta y echa en el fuego» (Mt 7,19) como a un árbol estéril; de igual modo, el hombre al que el Espíritu no se le injerta por la fe, sigue siendo lo que antes era, esto es, carne y sangre, que no puede poseer el Reino en herencia.

Bien dice el Apóstol: «La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios» (1 Cor 15,50), y: «Quienes viven en la carne no pueden agradar a Dios» (Rom 8,8). No rechaza la naturaleza de la carne, sino que espera la infusión del Espíritu. Por eso dice: «Es necesario que lo mortal se revista de inmortalidad, y lo corruptible de incorrupción» (1 Cor 15,53). Y añade: «Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rom 8,9). Y más claramente aún lo expresa: «El cuerpo ciertamente está muerto por el pecado, mas el Espíritu es vida por causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,10-11). Y añade en la Carta a los Romanos: «Pero si vivís en la carne, de cierto moriréis» (Rom 8,13). No que debieran rechazar el permanecer en la carne, puesto que él mismo estaba en la carne cuando esto escribía; sino dejar de lado las pasiones de la carne que llevan al ser humano a la muerte. Por eso agrega: «Mas si mortificáis por el Espíritu las obras de la carne, tendréis vida; pues quienes son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rom 8,13-14).



Autor: Ireneo de Lyon 120-205 d.C.  Eslabón importante con los apóstoles Uno de los discípulos personales de Policarpo fue Ireneo, quien después se mudó a Francia como misionero. Cuando el obispo de la congregación en Lyon fue muerto en una ola de persecución, Ireneo fue llamado para tomar su lugar. La iglesia en todo el mundo elogiaba a Ireneo como hombre justo y piadoso. Como discípulo de Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan, Ireneo sirve como eslabón importante con la época de los apóstoles. Fue martirizado cerca del año 200.

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